A pesar de lo que proclamaba la famosa canción que popularizó el grupo “The Refrescos” en 1898, aquí sí hubo playa, ¡Vaya, vaya!. Fue en 1931 cuando Luis Gutiérrez Soto, uno de los mejores arquitectos del racionalismo español, creó una de las joyas olvidadas de la capital: la piscina de La Isla. Un islote de aproximadamente seis mil metros cuadrados y con forma de barco que emergió de las mansas aguas del Río Manzanares para ofrecer un extraordinario lugar de baño y esparcimiento social a los madrileños de la época.
Inaugurada en 1932, La Isla había sido orientada río abajo como si de un auténtico navío se tratara. Contaba con una zona de baño en la proa y otra en la popa, así como con una piscina cubierta dentro del puente de mando (todas ellas bañadas con agua filtrada y clorada del propio río). Además, disponía de cafetería, gimnasio, solarium y sala de fiestas. Su diseño salpicaba inspiración náutica, entre fachadas curvas con grandes superficies de vidrio o ventanas a modo de ojo de buey, y navegaba en sintonía con las corrientes arquitectónicas de vanguardia en Europa. Pocos años después de su apertura estalló la Guerra Civil Española.
Una contienda que sumergió a Madrid en una de sus etapas más oscuras, pero que resultó insuficiente para hacer naufragar a la colosal infraestructura, a pesar de sufrir la fuerte embestida de un obús del bando nacional. Sin embargo, no surcó la misma suerte en 1947 cuando períodos de lluvia torrenciales y más de un desbordamiento del río obligaron a acometer obras de canalización en el Manzanares, que hundieron para siempre La Isla en 1954.
La piscina que construyó Gutiérrez Soto para el consistorio republicano madrileño fue uno de los lugares más bellos y transitados de la capital durante los 20 años que se mantuvo a flote. Para Madrid este proyecto fue sinónimo de modernidad, ya que con él desembarcó por primera vez el novedoso fenómeno europeo de los clubes sociales. Una razón por la que zarpó como un proyecto reservado a la élite de la época, aunque finalmente se popularizó entre las diferentes clases sociales. Así, todos los madrileños pasaron a disponer de un espacio para poder soportar los calurosos días del estío.